martes, 8 de enero de 2008

LAS AVISPAS CHIBCHAS


“Las Avispas chibchas” fue el primer trabajo entomológico de Luis María Murillo Quinche. Fue publicado en “El Gráfico” (1924), famoso semanario colombiano que existió entre 1910 y 1941. La intelectualidad lo señaló como “primicia científica y poema de belleza original”, conjunción de ciencia y arte literario que hizo evocar al célebre entomólogo francés Jean Henri Fabre (1823-1915), reconocido por sus estudios sobre el comportamiento de los artrópodos. “Las Avispas chibchas” abrieron a su autor las puertas de la Sociedad Colombiana de Ciencias Naturales, sucesora de la Sociedad Científica de la Salle, y antecesora de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la que Murillo fue miembro fundador.




"El Gráfico" acoge complacido el siguien­te estudio, que es un bello capitulo de entomología, en donde su autor expone sus interesantes observaciones sobre un insecto de la Sabana de Bogotá en un len­guaje digno de Fabre.

Las avispas chibchas




A Isabelita Pulido de Murillo



Curiosidad
Redonda y grande como una cereza, plegada y es­camosa su superficie, con un cuello diminuto, de borde sutil, desplegado a manera de embudo, y toda hecha de finísimo mortero de color ocre, era la ollita que acababa de encontrar prendida a la pared, y que tanta curiosidad había despertado en las amas de la casa.
— ¡Qué linda mucurita! ¿Qué tiene dentro? ¿Quién la hizo?...
Imposible romperla; era una... ¡no! Entre el rastrojo que se escurría por el alero de la casa empajonada, descubrí: una... dos... varias. Abiertas muchas por un agujero estrecho; cerradas las demás, y sin cuello, parecidas a pequeños pezones.
Podría dar ya gusto a las femeniles cabecitas, que miraban con tanto interés toda esa obra admira­ble de cerámica.
Con cuidado tomé una.
Fui dividiéndola por la mitad, longitudinalmente, sin introducir demasiado la navaja y dejando un pe­queño segmento sin cortar, a manera de charnela; parecía así una concha bivalva. La abrí...
— ¡Es un joyero enano, lleno de esmeraldas micros­cópicas! ¡Qué hermoso!... —decían todos.
Y en verdad, aquéllo era muy bello: la mucurita estaba llena de gusanitos verdes, que débilmente se movían.
Abrí otras. Encontré gusanos en número de dos... siete... treinta... Unas albergaban gusanos verdes, so­lamente. En otras había, además, gusanos blancos, gordos, con segmentos bien marcados. En algunas, tachonadas de nácar, la ley evolutiva de la oruga había transformado en curiosos habitantes de marfil a los antiguos gusanos. Eran insectos blancos, doblados en tres partes; de cabeza angulosa, con largas antenas y con dos ojos rosáceos puestos en la frente como dos comillas. Tenían de alas dos paletas de bordes transparentes y grises. Su tórax era esférico y de la forma de un grano de cebada el abdomen. El occipucio estaba coronado por tres pequeños puntos rojos, como por tres rubíes.
En una encontré un insecto completo, negro, do­blado, vivo; era una avispa. En otra había dos avis­pas degeneradas, ya muertas; tenían la cabeza enor­me y el abdomen pequeñito; muy unidas entre sí, y ajustadas, forzadamente, contra las paredes de la ollita.
Algunas estaban vacías y abiertas por un sacabo­cado del diámetro de una lenteja. Entre más desarrolladla estaba la metamorfosis del himenóptero, menos gusanos había. Con las avispas ya formadas, no ha­bía gusanos.

Humanum est errare
Los leves movimientos de tanto gusano habían puesto miedo en mis compañeras de experimentación. Quedé solo; pensé... Y mi imaginación forjó una his­toria horrible: La avispa con trabajo máximo mordería arcilla; haría mortero con su saliva, y en sus finísimas patas llevaría el material para, hilada sobre hilada, día a día, con fuertes fatigas, levantar el nido, la pequeña casa, que iría a servir de cuna a sus pequeñuelos. Hecha, pondría en ella, con cuidado ma­ternal, sus huevos, en número de una veintena o más, y cerraría la entrada para dejar a cubierto de ataques el nido. Días después, dentro de aquellos cofres de arcilla, se estrujaría y entorcharía una cadena de eslabones vivos, de gusanos, que en su crecimiento, faltos de toda alimentación, en la lucha por la exis­tencia, se devorarían unos a otros so pena de perecer todos... Los más fuertes quedarían, no podrían ser más de dos, tal vez sólo podría quedar uno, porque en la metamorfosis sus cuerpos crecerían y se com­primirían unos contra otros; la lucha era, pues, hasta el fin...
Irisada por el sol poniente, la faz encendida de la Naturaleza hizo vacilar mi pensamiento...
¡Perdón! Humanum est errare, Madre mía, Natu­raleza.

Una lección
—Hermano Apolinar—le dije—. Se trata del descu­brimiento de unas avispas de rara existencia.... Y la conté.
Sonrió el sabio entomólogo, y andando a los esca­parates de su biblioteca, dejó en mis manos, como una contestación, un tomo de «La vida de los insec­tos», de Fabre. Rayo luminoso fue éste, que aguijoneó en mí el deseo de experimentar, en estas hermanas probables de las «Eumenes» de Fabre, toda una vida de artística historia...

Filiación de las avispas
Son las avispas de un negro intenso y brillante sólo interrumpido por el oro de un semianillo, a ma­nera de soldadura, que une, por encima, el abdomen al pedículo. La cabecita, de forma de garbanzo, la llenan los ojos (dos grandes comillas de color car­melita); las antenas, nacidas en el centro, están divi­didas en dos segmentos; corto y erecto el primero, el segundo largo, engrosado en forma de mazo, bas­tante inclinado y muy movible. Las tenazas, despren­didas de la axilla inferior de los ojos, son dos agujas cónicas que se comban bajo la cabeza. El diámetro horizontal de ésta es de tres milímetros.
El tórax es esférico; lo cubre abundante pelusa, y su diámetro es de seis milímetros.
Las alas son ahumadas, medio azulosas; tienen quince milímetros las anteriores y diez las posterio­res; están plegadas longitudinalmente, y encorvadas en las extremidades, como si trataran de envolver al abdomen. Forman, en estado de reposo, un ángulo de cuarenta y cinco grados con el tronco y con el plano de sustentación. El pedículo, de cinco milímetros, nace en la parte postero-inferior del tórax; forma, vista de perfil, una ese; de plano, da la idea de una minúscula perilla. Cinco segmentos, bisectados horizontalmente, y ajustados, unos entre otros, forman el abdomen. Es éste, unido al pedículo, una retorta-dije para un químico.
Las patas semejan filamentos de gutapercha articu­lados y cerriles.
La envergadura del himenóptero es de veinticuatro milímetros.
A falta de un nombre regional o de una denomi­nación científica, he llamado «Chibchas» a estas ar­tífices de las pequeñas ánforas.

Biografía
Apenas abre la avispa la puerta de su casa, se detiene un momento meditabunda; y sin desplegar las alas, se echa afuera; rodea la pequeña ánfora por todas partes, andando despacio, palpándola, mordiéndola con las tenazas. Viéneseme la idea: que las célu­las del cerebro del pequeño hexápodo vibran al im­pulso de necesi­dades... Necesidades que son, pa­ra el recién na­cido, el patrimo­nio de varias generaciones que lucharon por la comodi­dad… Paréceme que hay en ese momento una lu­cha entre una costumbre ad­quirida (el ins­tinto), la razón, y los aguijona­zos de de una necesidad. Tal vez le fue de­masiado estre­cha la celda, tal vez le faltaron víveres, acaso la forma de la cuna perjudicó la es­beltez de sus élitros... y que, como resultante, nace un deseo que se puede convertir en una insigni­ficante modificación en la nueva vida de su especie. Estas asavispas viven generalmente solas, pero son sociables, costumbre que las distingue de sus herma­nas, las de Fabre. Gustan la miel de casi todas las flores silvestres, recorren el campo en casi todos sentidos, haciendo vibrar el aire con zumbidos sua­ves; van solas, pero en las grandes soleadas reúnense, casi por centenas, sobre las moradas inflorescen­cias de tintillo. Allí juegan y se entregan a los mimos y caricias sexuales durando a veces todo un día, sobre esta planta, templo, para ellas, de amor y unión. Así se puede pasar por cerca a ellas, y aun molestarlas; son, por demás, inofensivas.

Como la madre humana, apenas se le revela el fruto, la avispa piensa en una cuna...
En la estación más cálida del año, las «chibchas», pequeños arquitectos ne­gros, trabajan: rasguñan las pa­redes, arrancan a los montícu­los de arena pe­dazos diminu­tos, mezclan con el jugo viscoso que fluye de su piquito, la arci­lla. Amasan el mortero obteni­do en microscó­picos adobes, húmedos, gluti­nosos; y vuelan, llevando el ma­terial entre sus mandíbulas, a las cuencas del monte, a los aleros y al pajar de los caseríos campesinos, a las hojas cero­sas de los uvos camarones... Allí los sientan y alisan, en hiladas circulares, con sus manecitas.
¡Bracitos negros que dais forma a una masa mi­croscópica de arcilla, movidos por una fugaz inteli­gencia! ¡Me dais alegría, porque lleváis a mi alma la infinita piedad!
La obra depen­de de las nece­sidades o del gusto, de las obreras: si el apoyo escogido es pequeño, el nido tiene la for­ma de una esfe­ra o de un elip­soide completos. Si es un plano, tiene la apariencia de una cúpu­la chata. El cuello, igual en todas, es airoso. Al­gunos están pegados entre sí, con simetría. ¿Los habrán dispuesto de tal manera, las avispas, con el ánimo de formar una sociedad más íntima?
Estas bellas ánforas, ocres, amarillas, a veces trun­cadas, son las cunas que el amor maternal de la avispa destina a su prole.

Nidos, huevos, larvas y avispa adulta en dibujo original de Luis María Murillo Quinche.


Un problema se presenta a las «Eumenes» antes de depositar sus huevos: el alimento para nutrir los hijos.
La avispa lleva a la cuna gusanos de mariposas vivos, narcotizados, a juzgar por su aspecto. Los lleva, a veces de lejos, de uno en uno. Para introducirlos, apoya sus patas en el ánfora, y con los bra­zos y las tenazas los empuja, con cuidado, por el pequeño embudo. Cuando el gusano es muy gordo y no cabe, lo mantiene abrazado, mientras con las tenazas, a manera de cincel, raspando y golpeando, con meneos fuertes de cabeza, logra ensanchar la entrada.
El número de orugas reunidas en la cuna varía, y en ningún caso es proporcional al número de comen­sales: una cuna con un huevo solamente, contenía veintiocho gusanos; y en cambio sólo había diez y nueve en otra que había sido destinada para dos... ¡Instinto! ¿Cómo podrías ser Ley, ahora?
Listas las cunas, guardan en ellas las laboriosas avispas el fruto de sus amores; y cediendo al cuida­do de sus hijos la belleza de sus obras, rompen los airosos embudos, tapando y borrando, a los ataques de los ladrones, las entradas de sus nidos.
La prima vida del insecto, tal vez la más inte­resante... se va a escapar a mis observaciones.... ¡Pero no! ¡He de experimentar, he de auscultar las primeras mani­festaciones de aquella vida! Recojo muchas cunas, les abro pequeñas venta­nas a todas, las prevengo de los cambios rudos de la atmósfera por medio de una campana de vidrio, y obser­vo: las ollitas re­cogidas guardan grados distintos de metamorfosis; yo dedico mi aten­ción a los más primitivos.
Las cunas en su interior, lo mismo que por fuera, están desvestidas; tienen el aspecto de una cúpula. Colman su base un montón de gusanitos verdes, y cuelgan de la parte más alta de su bóveda uno o dos, blancos y microscópicos huevecitos, de unos fila­mentos blancos también... Son los pequeñuelos de las avispas. Los hilos que los mantienen en alto, son una prevención de la madre.
En pocos días los huevos se dilatan; oscilan como péndulas, prendidos a los hilos; y sus gusanos, que principian a horadarlos, asoman, por debajo, sus cabecitas. En tanto, la despensa, de carne fresca, se revuelca abajo, en forma de orugas verdes... Son los biberones.
Pasan algunos días más. Los pequeñuelos de las avispas sienten hambre: se deslizan tímidamente has­ta tocar un biberón; sus boquitas exprimen con fuer­za, y se alzan rápidas, entre su estuche, al sentir la convulsión dolorosa del biberón que se defiende.
Poco a poco, de esta manera, la futura avis­pa se hace fuerte, olvida el miedo y despreocupada de la prevención admirable de la madre, sin temor alguno, se deja caer al fondo, entre los biberones. No todas obran así. Una tarde ocupaba mi atención en observar el primer desayuno de uno de estos gu­sanitos
El pequeño se deslizó; mordió una oruga, que no se movió; siguió chupando, no encontró qué temer, abajo estaba todo quieto... y se dejó caer. Su presen­cia entre los biberones produjo desconcierto: se re­volcaban... Todos se defendían de sus ataques... y lo estrujaban. El cuerpo débil, gelatinoso, del pobrecito imprudente, se perdió en una masa blancuzca.

La despensa está vacía; hay sólo restos de festín. En gruesos gusanos, blancos, ovoides, se han conver­tido los tímidos comensales. La cabeza la tienen grisosa y forma con el tronco un solo cuerpo. Por el dorso y los flancos se prolongan bandas grises que se unen en el vértice inferior; son ápodos. Girán, vol­tean de uno para otro lado. Están haciendo el aseo, tapizando la casa, de nácar, haciendo su capullo, van a dormir... a transformarse.

Han pasado cerca de cuarenta días desde que las avispas depositaron sus huevos, y sobre las ollitas un estilete negro, que apenas se asoma a la superfi­cie, va tallando, en forma circular, una ventana, por donde pronto asoma la nueva generación, en forma de bellos insectos de azabache

Origen
En el rincón más bello de Tabio, entre los pliegues del Juáica, que se destaca al poniente, he contemplado el nacimiento de las avispas, he palpado las mucuritas de su bella industria cerámica, las he visto trabajar... Cuando las he seguido en su vuelo, me han parecido... los espíritus de los chibchas consagrados en las aguas termales, que vagaron por las curvas del cerro mitológico, cantando, con aladas vihuelas, un himno a la diosa Chía.

L.M.Murillo